viernes, 23 de diciembre de 2016

Prólogo de la novela Kraken (0)

   
     Era una pesadilla. El joven Nicholas Drake se vio a sí mismo envuelto en el fragor de la batalla aquel funesto día. Había tantos soldados del Imperio que apenas distinguía a sus compañeros entre las casacas doradas. Sí pudo ver, sin embargo, al marinero pelirrojo con el trébol tatuado en el brazo y armado con un alfanje ensangrentado.

    Como en todo sueño, la acción se trasladó repentinamente a otro lugar, a otro momento. Drake permanecía en pie, desarmado, sobre un largo tablón de madera clavado en la borda. Frente a él, el nuevo capitán del Kraken, con el estoque en alto, le obligaba a retroceder. A su espalda, un escarpado acantilado.

    La embarcación avanzaba lentamente. Y lentamente Nick retrocedía. A cada paso el tablón oscilaba peligrosamente. Cuando llegó al borde, observó el vacío. En el fondo, agua y rocas.

    -Será mejor que saltes, amigo -dijo el capitán.

    Y saltó. La imagen de una joven de piel cobriza, ojos oscuros y mirada traviesa; apareció en su mente como un destello. Entonces Drake despertó. Abrió sus ojos, unos ojos verdes que casi desentonaban en aquella parte del mundo, unos ojos que no había heredado de su madre y que ahora sabía que de su padre tampoco. Deseó haber seguido en sus pesadillas. Ni siquiera se movió. Continuó tumbado boca arriba en la arena de la playa. La luz del amanecer era aún tenue. miró al firmamento. Ya casi no se percibían las estrellas, aunque sí las dos lunas, que casualmente estaban a punto de alinearse. Contempló el fenómeno hasta que los dos astros continuaron cada uno por su camino y volvió a cerrar los ojos.


    No habría sabido decir cuánto tiempo había transcurrido hasta que un lejano “¡Hola!” le sobresaltó. Se incorporó, y el sol naciente cegó sus ojos. Se preguntó por un instante si ya habría empezado a volverse loco, pero no creía que cinco días fueran suficientes para que un hombre abandonado en una isla desierta enloqueciera. Hizo visera con una mano para comprobar si algo o alguien se acercaba a la orilla desde donde parecía haber surgido aquella  voz. Y en efecto, un pequeño esquife se dirigía hacia él desde esa dirección.

    Nick se frotó los ojos y se puso en pie. Trató de atisbar mejor el bote. La figura de un hombre en la proa alzaba un brazo a modo de saludo. Él, todavía algo aturdido, se lo devolvió.

    -¿Estáis bien, joven?

    Se disponía a responder cuando distinguió la indumentaria de los ocupantes del bote. Eran soldados del Imperio. Cinco en total. Dos de ellos remaban; otros dos sostenían sendos mosquetes; y por último, el capitán. Había reconocido su rango a pesar de que llevaba la cabeza descubierta, sin el pomposo sombrero que completaba el uniforme.  

    Con un gesto rápido, Drake desató el nudo del pañuelo en su nuca, descubriendo un cabello rubio también impropio de las colonias; se lo ató a la muñeca derecha mientras caminaba hacia la orilla. Los soldados que remaban saltaron del bote para remolcarlo los últimos metros hasta la arena. El capitán pisó tierra al fin y volvió a hablar:

    -Buenos días -saludó de nuevo-. Ignoraba que este islote estuviera habitado.

    Cuando estuvo junto a Drake, el capitán extendió su mano izquierda. Él se la estrechó.

    -Capitán Bruno Cortés -se presentó con el orgullo de un líder que aún no ha conocido la derrota-. Decidme, joven, ¿qué suerte os ha traído hasta aquí?
    -Es una larga historia, señor.
    -¡Excelente! Eso amenizará nuestra travesía. Aún queda un buen trecho hasta nuestro destino. A menos que prefiráis permanecer aquí, señor...
    -Samuel Rivas, a su servicio, señor. Iré con gusto, señor.


    A medida que se acercaban a la embarcación principal, ésta parecía más imponente y majestuosa. Un enorme galeón imperial, de aquellos que solían escoltar las naves cargadas de riquezas hasta el Viejo Continente.

    -Servía en el mercante Dama Risueña, Señor -comenzó a narrar Drake-. Fuimos atacados por piratas hará una semana, cuando nos dirigíamos a la Capital.
    -Toda una tragedia, según los rumores -apuntó el capitán-. Se cuenta que hubo una gran refriega. ¿Es cierto que os abordó el Kraken?
    -Sinceramente no lo sé, señor. Yo dormía cuando empezaron los cañonazos. Me armé y subí a cubierta, pero no hice más que salir por la escotilla cuando recibí un fuerte golpe en la cabeza. Lo siguiente que recuerdo es el tacto del agua cuando la nave terminaba de hundirse. Conseguí sujetarme a un tablón suelto y así llegué hasta la isla.
    -Podéis consideraros afortunado -continuó el capitán-. Hace tres días recogimos a otro tripulante del Dama. Entre delirios murmuró algo sobre el Kraken y después perdió el conocimiento. Está muy malherido. El galeno no cree que aguante mucho...


    Drake accedió a la cubierta del galeón a través de una escalerilla. Dos docenas de miradas desconfiadas le dieron la bienvenida. Se preguntó si sería por el color de su piel, de por sí levemente más oscuro de lo habitual en la Capitál, pero no tanto como el de los salvajes y la mayoría de los mestizos, aunque tras cinco días tumbado al sol su tez había ganado varios tonos. Un hombre de mediana edad se le acercó y extendió los brazos hacia su rostro. Él se apartó con desdén.

    -Tranquilo, muchacho -escuchó al capitán a su espalda-. Este es Basilio, el galeno. Deja que te examine.

    -Cirujano, mi capitán -corrigió Basilio con cierto enojo mientras comprobaba las pupilas de Drake-. Su estado es bueno. Solo está un poco deshidratado.
   
    Basilio reparó en el pañuelo atado al brazo.

    -¿Estáis herido?
    -Solo un rasguño -respondió rápidamente Drake al tiempo que sujetaba el pañuelo con la otra mano para evitar la curiosidad del cirujano.
    -¡Dejad de agobiarlo, galeno! -espetó el capitán- Y acompañadlo al comedor. Estaréis hambriento... Comed y descansad, señor Rivas. Continuaremos hablando cuando os hayáis repuesto -en este punto, el capitán extendió sus brazos como si tratara de abarcar la totalidad de la embarcación-. Bienvenido a la Custodia.

    Basilio acompañó a Nicholas hacia la escotilla. Aún no la habían cruzado cuando el capitán se dirigió a dos de sus hombres y ordenó:

    -No le quitéis los ojos de encima.


    El comedor no estaba demasiado concurrido. La mayoría de la tripulación ya había desayunado. Solo quedaban algunos marineros del turno de noche que no tenían prisa por irse a dormir. Basilio pidió un plato de comida al cocinero y tomaron asiento. Momentos después entraron dos soldados y pidieron café.

    -Galeno... -se quejó el cirujano-. ¡No me pasé ocho años estudiando medicina para que me traten como a un vulgar matasanos!

    Drake parecía demasiado ocupado devorando un muslo de pollo como para prestar atención. Pero entonces recordó las palabras del capitán.

    -¿Qué hay del otro tripulante del Dama? -preguntó.
    -Me temo que la Hija Salada no ha sido propicia con él. Su vida está ahora en manos del Padre. Os llevaré luego a la enfermería para que lo reconozcáis.


    La enfermería era bastante sencilla. Un par de catres con sendos jergones de paja y algunos materiales quirúrgicos bastante rudimentarios entre los que no faltaba la tristemente familiar sierra para amputar miembros gangrenados.

    Sobre uno de los jergones permanecía inmóvil el marinero. “También es casualidad” pensó Drake cuando distinguió el trébol verde tatuado en el brazo. Sus cabellos cobrizos estaban cubiertos por un aparatoso vendaje y una compresa tapaba su torso allí donde cinco días atrás él mismo había hundido su estoque casi hasta la empuñadura.

    Basilio carraspeó. Era obvio que esperaba información acerca del marinero. Drake tuvo que improvisar:

    -Le llamábamos Verderín. Era de Isla Esmeralda. No lo conocía demasiado.

    “¡Todo a estribor!”, rugió la voz del capitán al otro lado de la tronera. Por alguna razón o capricho había decidido cambiar bruscamente el rumbo. “Perfecto” pensó Drake. En cuanto la embarcación se tambaleó, fingió un mareo que esperaba le salvase de recibir más preguntas incómodas. El cirujano reaccionó pronto y lo sostuvo.

    -¿Estáis bien, muchacho?
    -Sí. Un poco mareado, es todo. Llevaba tres días sin probar bocado. Creo que el pollo se me va a indigestar.

    Basilio señaló el catre vacío.

    -Sentaos un momento. Os prepararé una infusión. Si me lo permitís, le pondré un poco de valeriana para que conciliéis el sueño.
    -Eso suena bien.

    Apenas salió de la enfermería, el cirujano se topó con dos soldados.

    -¿Y a vosotros qué os ocurre? -preguntó de mal genio Basilio. No le agradaba tratar con los soldados.
    -Esto... La cabeza -empezó uno-. Me duele mucho la cabeza.
    -Bien, daos un paseo por cubierta y si en diez minutos no se os pasa os daré una infusión de jengibre.
    -¡Puaj!


    Tan pronto como los pasos se apagaron, Nick se levantó del catre y, sacando de entre sus ropas un cuchillo todavía manchado de grasa de pollo, se acercó al desdichado marinero. Cuando desplazó la compresa, el moribundo apenas se movió, y un rápido vistazo a la herida convenció a Drake de que no sería necesario acelerar el proceso. Aquel hombre nunca despertaría.

    Con la mirada perdida, Drake escondió de nuevo el cuchillo y volvió a sentarse en el catre. Desató el nudo del pañuelo que ocultaba su auténtico apellido tatuado en el brazo y extendió la prenda ante sí. Una calavera con parche en su cuenca derecha y un pañuelo rojo atado sobre el cráneo le sonreía. En el reverso, ondeaba el emblema del Kraken, insignia que llevaba décadas atemorizando prácticamente a todo hombre sobre una embarcación en aquellas aguas.

    Drake quería llorar, pero las lágrimas no llegaban a sus ojos. No lloraba desde el día en que se convirtió en hombre, el mismo día en que se convirtió en pirata. Recordaba perfectamente aquel día, aunque no conseguía recordar el momento en que había dejado de ser Humano.

    En el vano de la puerta de la enfermería, un vaso cerámico con una infusión de valeriana en su interior cayó al suelo y se hizo añicos.





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